sábado, 18 de diciembre de 2010

La leyenda del Drago milenario

Hay árboles que llaman la atención por su tamaño, otros por su forma, otros por su longevidad. El drago de Canarias (Dracaena draco), nos asombra por todo eso y mucho más. Desde hace miles de años, este mítico árbol ha estado envuelto en una aureola de misterio que le acompaña hasta nuestros días. Dice la leyenda, que los dragones, al morir se convertían en dragos. Este fósil viviente, es con todo merecimiento, uno de los símbolos de las Islas Canarias y quizá, el mayor tesoro de la flora española.

Sin duda, una de las razones por las que se ha elevado el drago a la categoría de mítico, es su linfa roja, conocida como sangre de drago. Apreciada desde la antigua Roma, donde la empleaban como colorante y panacea para todos los males. El interés por la sangre del drago se extendió a lo largo de los siglos y de todo el continente europeo. Al final, los usos eran tan variopintos, que incluso se barnizaba con esta savia los metales para protegerlos de la herrumbre. Afortunadamente, los humanos hemos descubierto otros productos muy efectivos para eliminar el óxido y en la actualidad los escasísimos dragos en estado salvaje están protegidos del vampirismo humano.




Una tarde en la remota antigüedad, cierto navegante mercader llegaba de las costas mediterráneas en busca de sangre de Drago, un producto muy en boga y de gran importancia en la elaboración de ciertas preparaciones de la farmacopea, y desembarcó por la playa de San Marcos, de Icod de los Vinos para llevar a efecto su lucrativo propósito.

Estando ya en la playa sorprendió allí a unas mujeres, que como era tradicional se bañaban solas en el mar aquella tarde veraniega. El intruso navegante las persiguió, logrando apoderarse de una de ellas. Esta trató astutamente de conquistar el corazón del extraño viajero para lograr huir, y mostrándole signos de consideración y amistad le ofreció algunos hermosos frutos de la tierra.

Para aquel navegante que venía detrás de la sangre del Drago, y traía en la imaginación y en el alma el mito helénico de las Hespérides, los frutos que aquella dama de esta tierra le ofreciera, pudieron muy bien parecerle las manzanas del mítico jardín. Mientras él comía gustosamente desprevenido, la bella aborigen saltó ágil al otro lado del barranco, y a todo correr huía hacia el bosquecillo cercano escondiéndose tras la arbólela.

El viajero sorprendido en principio trató de perseguirla, pero vio con sorpresa que algo se interponía en su camino, que un árbol extraño movía sus hojas como dagas infinitas, y que el tronco parecido al cuerpo de una serpiente se agitaba con el viento marino y entre sus tentáculos se ocultaba la bella doncella guanche.
El navegante lanzó el dardo que llevaba en sus manos, contra lo que a él se le figuró un monstruo, con gran miedo y asombro y al quedarse clavado en el tronco, del extremo de la jabalina empezó a gotear sangre líquida del Drago.

Confuso y atemorizado el hombre huyó ladera abajo, se metió en su pequeña barca y se alejó de la costa; porque pensaba que había sorprendido en el jardín a una de las Hespérides a la cual salió a defender el mítico Dragón.


“¿Qué ves?, dijo el maestro
Un viejo árbol medio podrido, señor, respondió el novicio.
Ves, pero no ves, dijo el maestro. Allí duerme un dragón.
Al atardecer, el novicio le pregunta a un estudiante más antiguo:
¿qué debo hacer? ¡ Sólo veo allí un árbol viejo y podrido!
El estudiante, sonriendo, le dice:
yo empezaría quitando lo podrido…pero sin despertar al Dragón”.